Félix Hormiga
El Engendro
LAS VOCES de los peones llenaron el aire del atardecer, allá por El Alto; eran voces, sin embargo, sigilosas, temerosas del cielo y de los seres que lo habitan. La voz del amo era firme al tiempo que temblorosa, como si una creencia religiosa, aprendida de memoria, le estuviera enturbiando la mente o la conciencia, si es que los amos alcanzan a tener conciencia.
—Usted, Rafael, haga que los hombres se calmen y dejen ya de persignarse y de rezar, no vaya a ser que sus temores despierten a un Dios vengativo.
Rafael, el capataz, atendía, sin quitar de la mente al hijo del amo, ¿Cómo se le ocurrió a ese inútil, borracho, follacabras, semejante pecado? El amo tendría que tenerlo amarrado en el cuarto de la fruta seca y que allí coma, mee y cague como un animal, ¡qué desgracia!
El amo mira al cielo y piensa, viendo tantas estrellas, que hay demasiado testigos. Y da más prisa para que terminen de cavar cerca del almendro amargo.
En la noche oscura, los peones, ya cavada la fosa, llegan arrastrando sobre varios sacos de arpillera, a un ser ensangrentado, con cabeza que se les parece a la de un hombre y el cuerpo de ternero. Un engendro pesado que aún parece respirar; en parte envuelto en placenta.
—¡No lo golpeen más! Enterrado terminará de morir y ojalá Dios lo acoja, si es que tiene un lugar para los monstruos —exclamó el patrón casi a modo de plegaria.
Cuando llegaron al borde de la fosa, los hombres siguieron arrastrando aquel cuerpo y dejaron que cayera con los fardos hasta el fondo, luego, presurosos y rezando en un murmullo incongruente, lo enterraron.
Se hizo un silencio y parecía apreciarse el latir de un corazón a más de dos metros bajo tierra. Todos miraron al cielo, justo en el momento que una cabalgada de cientos de estrellas fugaces cruzaron la bóveda de Dios.
Se tiraron al suelo, hincados de rodillas pidiendo perdón al que no oye.
El amo se levantó y dio las órdenes: ¡Lávense bien y ojalá se nos quite el olor a pecado!
Los hombres, tras el capataz que se moría de espanto, se fueron retirando hacia el pueblo. Comenzó a caer una lluvia fina, Dios los estaba lavando del terrible suceso, pensaban, mientras caminaban ciegos de miedo.
El amo encontró al hijo asocado en un montículo de ceniza volcánica a medio camino de la casa, pasó por su lado y comprobó que estaba dormido. Olía a orines y a vino, desastrado, todo su aspecto era el de un mendigo, un hombre abandonado, al que se le podía culpar de todo lo horrible que ocurriera en el universo, por improbable que fuera.
—¡Ojalá te mueras!, —lo maldijo. Y luego, tras alzarse y empezar a caminar pronunció con rabia: ¡El que está arriba tal vez parezca no escuchar, pero que sepa que el oído nunca duerme!