Elsa López
LA ISLA DE LA PALMA
Hay en mi cabeza una figura que se repite constantemente. Es una especie de triángulo o corazón flotando mar adentro; una isla que desde el aire parece una montaña inmensa varada en mitad del océano como una gran ballena de color gris oscuro. Así la veo en mi memoria y así la recuerdo. En mitad del océano ella sola. Como si no hubiera más islas en el mundo. Luego, cuando llega el regreso, uno se encuentra con ella como si fuera siempre la primera vez. Como si nunca la hubiéramos conocido. De ahí el gozo, la admiración y el asombro al reencontrarnos con ella. Cuando uno llega a la isla y desciende del barco o del avión y comienza a caminar y a ver las casas con balcones de colores que miran al mar, casas con flores que cuelgan hacia el océano y luego levanta los ojos y al fondo ve las montañas inmensas como el marco de un cuadro inesperado que siempre estuvo allí pintado al fondo de tu alma, uno piensa que ha llegado a su destino, que la larga travesía ha merecido la pena. En ese momento, el pasajero comprende que al fin y al cabo es sólo un ser de paso y empieza a recorrer caminos, carreteras, senderos que imagina inexplorados todavía.
Hace años, en una visita de Antonio Gala a la isla este dijo algo que se me quedó grabado para siempre: “Esta isla no es bonita, llamarla bonita es una estupidez. Esta isla es terrible en su hermosura”. Yo también lo creo. La belleza de La Palma no puede describirse con palabras menores, necesita otra clase de adjetivos para expresar lo que uno siente, lo que uno ve, lo que uno padece al contemplarla. Hay determinados lugares que ni siquiera pueden fotografiarse porque las fotos no harán justicia a lo que han visto tus ojos. Mirar la belleza de un bosque como Los Tilos, contemplar Las Salinas de Fuencaliente al caer la tarde cuando el sol se refleja en los contenedores de sal o contemplar el Barranco de Los Hombres en todo su esplendor mirando desde uno de los topos de El Tablado, en Garafía, sólo puede ser grabado en la retina porque no hay fotografías que lo muestren tal y cómo el viajero puede verlo.
¿Qué hay de especial en la isla? ¿Qué hay de nuevo en los barrancos de lava que descienden hasta el mar? ¿Qué hay en ese cielo que contemplamos de noche cuando el firmamento comienza a poblarse de luces blancas y uno recuerda en su inocencia aquellas viejas historias de Zeus, el engaño a su esposa, y cómo ésta se vengó negándose a amamantar al hijo de otra mujer dejando que la leche se derramase por la bóveda celeste? ¿Qué hay de misterioso en las noches de la isla cuando, recostados en los bancos de madera de algún pueblecito o de un nuevo sendero, dejamos que el universo se nos venga encima y las estrellas se desplomen sobre nuestras cabezas? ¿Qué podemos decir de esos barrancos del norte que suben desde el mar hasta llegar a lo más alto para tropezarse con las cúpulas plateadas donde los hombres intentan comprender lo incomprensible?
Recuerdo que algunas veces cuando se apagaban las luces de la tierra o mi corazón entraba en penumbra, yo volvía a La Palma y volvía a recorrer los lugares mágicos de la infancia para encontrar consuelo. Uno de esos lugares era la vieja casa del norte donde me sentaba al atardecer a esperar la noche y sus milagros. Acostada en el muro de piedra me quedaba aguardando la llegada de miles de estrellas que iban apareciendo en aquel pedazo de cielo que me había tocado en suerte. Un manto de estrellas cuyos nombres fui aprendiendo poco a poco y que, poco a poco, formaron parte de mi propia vida. De esas noches, de la oscuridad que parecía aplastarme, del manto de estrellas que me cubría y de la quietud que entonces me embargaba, he hablado pocas veces porque sólo podría llegar a comprenderlo quien haya vivido noches parecidas. Para un viajero novato en estas lides del cielo, resulta impactante tanta constelación, tantas estrellas fugaces, tanta armonía estelar. Enseñarles sus nombres, la dirección exacta de esas formaciones, la tremenda masa blanquecina de La Vía Láctea o el ver cruzar aviones y cometas en mitad de la noche no se puede explicar con palabras. Ni siquiera pueden hacerlo físicos y astrónomos. Lo sé. Ellos titubean al nombrar tanta belleza.
He escrito mucho sobre las nubes que se deslizan cuesta abajo desde El Roque de Los Muchachos y la vista de ese mar de algodón que te hace sentir el vuelo posible hacia otras islas. He escrito sobre La Caldera, sobre Los Tilos, sobre los ríos de lava en el sur y, sobre todo, he escrito sobre la gente, los habitantes de pueblos perdidos en el norte y el este de una isla que parece terminar en la cumbre hasta que descubres el oeste y el sol al caer la tarde cuando parece no querer hundirse jamás en el mar y el horizonte.
Todo eso he escrito. Páginas y páginas de investigación o de pura nostalgia, pero debo decir que nunca me ha parecido suficiente para dejar constancia de lo visto y lo vivido. Así de sencillo.
Elsa
Isla de La Palma 31 de agosto de 2020